El
Cabo de Gata es un escenario de película. De hecho, en este rincón
del sur de Almería se han rodado decenas de ellas (Lawrence
de Arabia, En
busca del Arca Perdida,
muchas del Oeste...), sacando provecho de sus playas idílicas,
acantilados esculpidos, paisajes desérticos y aldeas marineras. El
cabo es un refugio de la naturaleza que fue declarado Parque Natural
en 1987 y Reserva de la Biosfera diez
años después.
Si
accedemos desde Almería (a solo 25 km), pronto aparece la playa de
Torregarcía, reconocible por la torre vigía que en el pasado
protegía esta costa de los piratas. Aquí llegó flotando en 1502 la
talla de la Virgen que fue llamada Nuestra Señora del Mar y
convertida en la patrona de Almería. La carretera bordea la costa y
alcanza primero San Miguel de Cabo de Gata, la capital, y luego
Almadraba de Monteleva, llamada Las Salinas por las piscinas de sal
que, junto con la pesca, eran la principal actividad en la zona. Aún
hoy, la sal desecándose hace rebotar su resplandor sobre las casas
encaladas del pueblo y, cuando sopla el viento, cubre como un manto
blanco la arena de la playa. Las
salinas y las marismas cercanas son, además, un rico hábitat donde
anidan o reposan cientos de especies de aves (garzas, cigüeñelas,
flamencos...). Existen rutas guiadas para observarlas.
Al poco
de salir del pueblo empieza la ascensión al cabo de Gata, pasando
por miradores y parajes de negra roca volcánica. Desde la loma que
corona el faro se admira un cuadro inolvidable de rocas, olas y mar.
A sus pies tiene el Arrecife de las Sirenas, una escultura pétrea
que, hace un siglo, alojaba a una colonia de focas monje.
Un
corto trayecto en coche conduce a San José, el núcleo más
turístico del parque. Abierto
a su bahía, ofrece dos de las mejores playas de la zona: Mónsul,
con dunas doradas y paredes de lava, y Los Genoveses, de arena fina y
un paisaje salpicado de pitas y chumberas. El
acceso a ambas está restringido a un número determinado de coches
al día, pero también se puede llegar caminando desde el pueblo.
La
estancia en San José se puede aprovechar para degustar pescaíto
frito y otras especialidades gastronómicas como la mojama de
almadraba, la caballa a la moruna, el gazpacho de ajoblanco, los
andrajos (masa de harina acompañada de legumbres y matanza o
pescado), el sorbete de chumbos, las roscas de pan de aceite...
También para comprar artesanías: jarapas, alfombras y tapices
tejidos con tiras de trapos retorcidos, y una cerámica que lleva
milenios reproduciendo las técnicas heredadas de los árabes.
El
atardecer es un momento excelente para caminar tierra adentro. Puede
que en el paseo nos acompañe desde el cielo una pareja de zarapitos
reales y, en tierra, el intenso aroma del hinojo y el tomillo,
plantas de formas singulares como el cumbrerillo de lobo, la
cornicabra y los nopales, y algún cortijo solitario e inmaculado. En
los últimos años se han hecho populares las excursiones nocturnas
para contemplar el cielo estrellado. Estos itinerarios cuentan con
guías que van dando explicaciones científicas y narrando historias
mitológicas.
Retomando
ahora la costa oriental, a pocos kilómetros del cabo se llega a Los
Escullos, apenas una aldea circundada por escolleras y dunas
caprichosas que cambian de ubicación según la dirección del
viento. A una de ellas se asoma el castillo de San Felipe (siglo
XVIII) –restaurado y con visitas guiadas–, desde el que se
contempla una media luna de arena dorada de la que brotan rocas de
arenisca blanca fosilizada que parecen desafiar la ley de la
gravedad.
La
carretera avanza hacia el norte y, en pocos minutos, alcanza la
Isleta del Moro, así llamada desde que la eligió como refugio el
jefe berberisco Mohamed Arráez.Pueblo
de pescadores, se abre a una cala protegida de los vientos y poblada
por palmeras, eucaliptos y chumberas. Se suele recalar en ella para
disfrutar del pescado fresco que ofrecen sus tabernas.
La Isleta
del Moro es también un buen lugar para sumergirse en las puestas de
sol que regala el cabo de Gata y en los senderos de luz que traza la
luna llena sobre el mar. Los
más activos pueden disfrutar del submarinismo en la zona y de rutas
pie o en bicicleta por
caminos sinuosos que van serpenteando arriba y abajo.
Se
acerca el final del viaje, pero antes hay que detenerse en el paraje
de Rodalquilar para visitar sus antiguas minas de oro –hoy
restauradas y abiertas al público– y la Casa de los Volcanes, otro
de los puntos de información del parque, donde se narra la historia
geológica del lugar. Luego,
en la hermosa aldea de Las Negras, se puede volver a sucumbir a otras
especialidades culinarias de la zona, como son los arroces marineros.
Y ya por último, en Agua Amarga, reposar del viaje en alguna de las
casas rurales, entre huertas, playas de farallones y calas aisladas,
algunas solo accesibles por mar o con paseos solitarios que llenan
los sentidos.
La redacción del blog. Extraído de la revista National Geographic.
1 comentario:
Qué maravila
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