lunes, 12 de agosto de 2013

AL FRESCO DE UN PATIO ANDALUZ. PRIMERA PARTE.

La gente piensa que una pared es una pared. Y no puedo estar más de acuerdo con ellos, desde su punto de vista, claro. Desde el mio, una pared, que eso soy yo, representa muchas cosas.

Para empezar soy una parte fundamental de la estructura. Soy el elemento que permite que la construcción  se compartimente. Cualquier edificio que se plantea construir integra necesariamente mi soporte. Eso lo saben todos los albañiles y arquitectos del mundo.

Yo soy una pared blanca, vacía, no dispongo de los revestimientos ni adornos con los que se suele decorar algunas paredes siguiendo métodos tradicionales. Soy fría y desnuda. Cuando te encuentras conmigo, sabes perfectamente que tus ojos están visualizando una cuidadosa capa de cal con la que se pintan los lugares más emblemáticos de la ciudad. Ni más ni menos. Soy directa. Lo que ven tus ojos No me ando con disimulos. No me gusta enmascarar las cosas con algo que no le corresponde, así como si fuera vergonzoso. ¿Por qué no reconociéramos simplemente de que estamos hechos sin tener ningún tipo de aversión hacia ello?.

Yo tengo la inmensa suerte de formar parte de la estructura de una casa señorial. Esas antiguas edificaciones cuyos usos han cambiado a lo largo del tiempo, pasando de ser mercado de pescado a prostíbulo o a colegio u orfanato. Por aquí han pasado muchas vidas y yo he sido testigo privilegiado de cada una de sus ellas. Recuerdo hasta el más mínimo detalle. Lo que no se es si ellos y ellas se acordaran de mí. De todas maneras eso será algo que nunca llegaré a saber. El día que me desplomen (que espero que sea lo más lejos posible) acabaran con mis recuerdos.

La verdad es que pienso mucho en ello. Recuerdo la primera vez que mi aspecto sufrió una de esas irregularidades que producen las inclemencias del tiempo. Nunca pensé que me iba a suceder a mí. Siempre veía aquellos efectos en otros compañeros. En el tejado que estaba muy humedecido y empobrecido. En las rejas verdes, cuyos barrotes finos aparecían muy desgastados, oxidados, sucios. Pero jamás pensé que esos estragos aparecieran en mí. Y lo hizo. Con una tremenda grieta de varios centímetros. Estaba muy avergonzado por ello y me daba reparo mostrarme. Pero un humano remedio aquella situación. Pasó una capa de cal y desapareció. Desde ese momento le estoy eternamente agradecido. Mi aspecto resultaba tan bonito y tonificante como siempre.

Formo parte de una casa antigua,  muy grande,  una pared más de las miles que forman la configuración de la misma, con sus correspondientes habitaciones, pasillos y escaleras, hay que recorrer grandes distancias  para llegar a conocer el edificio en toda su totalidad.

Los pasillos son prolongados,  para una persona anciana se le haría eterno avanzar por ellos.  Si a ello añadimos pasillos que van en direcciones distintas el laberinto que forman puede volver loco a cualquiera que la visite por primera vez, pues tiene un sinfín de posibilidades de quedar desorientado y perderse irremediablemente. Como en las historias griegas donde los héroes quedaban atrapados en la complejidad de enormes dédalos.

Yo tengo visión directa y general del patio de la casa. Esa es mi ubicación. En la pared de al lado se encuentra una serie de buzones adosados con los nombres de los propietarios escritos a lápiz. Es una parte solitaria. Por aquí apenas transita nadie, excepto las vecinas que también se dedican al cuidado del jardín. De vez en cuando hace una visita el cartero para entregar alguna carta o acude algún inquilino huyendo de alguna reprimenda. Pero generalmente no hay casi nadie...

Ignacio Pérez Jiménez.

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