martes, 19 de junio de 2012

MI TÍO ALBERTO.

Llegué por la mañana. Aparentemente la granja no había sufrido  cambios considerable. Seguía conservando el jardín con las mismas plantas. Quizás las paredes blancas estaban más luminosas porque el nuevo propietario le había añadido varias manos de cal.

El carro tirado por un asno de mi tío Alberto había sido reemplazado por un Mercedes Benz último modelo que daba una idea del nivel económico que disfrutaba el dueño. 

Habían desaparecido los establos. Ya no se oían ni gruñidos de los cerdos ni los rebuznos de los asnos. Multitud de recuerdos, asociados al tiempo que permanecí allí durante mi infancia, acudieron a mi cabeza en un confuso tropel.

Recordé que sentía un animado interés por los animales. Me aproximaba a los establos y observaba fijamente sus comportamientos. Me di cuenta de dos factores muy importantes:  primero, los animales son fáciles de asustar. Basta cualquier ruido fuera de lo normal para alertarlos; segundo, los animales de granja requieren de mucha atención, en este caso de mi tío Alberto. No había algo que me causara más placer que el hecho de imitar a una paloma y emprender el vuelo.

Disfrutaba tremendamente asustandolos. Aceleraban el paso cada vez que me percibían como amenaza. A los cerdos le asigné un nombre, los mismos que en el famoso cuento y yo era el feroz lobo que después de destruir sus frágiles casas corría tras ellos con la intención de comérselos.

La parte más enigmática de la granja consistía en el pozo. Me intrigaba saber  que profundidad tenía. A veces imaginaba que se conectaba directamente con el centro de la tierra y que algún personaje imposible,  trepaba y llegaba arriba. Siempre tenía ganas de asomarme pero como estaba prohibido por los mayores, me resultaba imposible acercarme.

En el momento en que solía estar más entregado y entusiasmado en mis "tareas", el tío Alberto, descansando en su viejo sofá, reclamaba mi presencia a gritos, entonces interrumpía esas "tareas" y acudía a atenderle, tras rodear el patio, abarrotados de macetas. 

Por lo general, el tío Alberto tenía la cabeza apoyada hacia atrás en postura de reconciliar el sueño. Me pedía que le ofreciera el bucaro con agua, que solía estar cerca de él, y con movimiento suave, sin derramar ni gota de agua,  ingería la dosis con una habilidad sorprendente. Después caía en un reparador y profundo sueño y sus  potentes ronquidos se escuchaban en en toda la granja.

Decían que mi tío Alberto, tenía conocimientos muy sólidos de cultura. Según me contaron, cuando era niño leía todo lo que llegaba a sus manos. Se rumoreaba que era poseedor de un conocimiento de la ciencia humana, tan preciso y esclarecedor, que podía rivalizar con el psiquiatra de temas muy especializados.

Yo no creía que aquello fuera posible. No imaginaba a una persona como el tío Alberto atendiendo a un paciente en un lujoso gabinete. Mi tío se mostraba a menudo uraño y a veces soez con su vocabulario y reaccionaba con desagrado cuando alguien aparentaba ser superior a él.

Le prepararon una boda de conveniencia, pero a los dos días de casado abandonó a aquella señora por mi tía Lourdes, de la que siempre estuvo enamorado. No podía cambiar la  visión  de su imagen por la de otra. La acechaba constantemente. Cada vez que ella salía de su casa, él la seguía incansable con la intención de pedirle noviazgo. Le daba igual las críticas de los demás vecinos. 

Mi tía Lourdes se llevaba todo el día empleada en las tareas de la casa. Solía sentarme en una silla muy alta frente al televisor mientras comía una onza de chocolate. Con el rabillo del ojo y a través de la ventana, la veía regar las plantas o tender la ropa recién lavada. Todo se lo tomaba con actitud paciente y tranquila.

Regresé a mi coche para visitar de cerca el pueblo. Parecía mentira que todos aquellos hechos tuvieran lugar en un sitio como ese, un lugar que no tenía los mismos colores.

La vida es un camino hacia delante y los recuerdos son fotografías olvidadas en algún lugar de nuestra memoria en color sepia.



Ignacio Perez Jiménez.

2 comentarios:

Danae dijo...

Hola!, me ha gustado muchisimo tu articulo sobre la infancia. Yo cuando era niña viaja a la casa del hermano de mi abuelo ahá en ciudad real, tenía cabras y me encantaba jugar con los chivos, disfrutaba mucho, me parecía asombroso como Manolo ordeñaba a las cabras y lo buena que estaba la leche, me sentía como Heidi, jajaj, la última vez que fuí ya no las tenía, estaba todo vacio y me sentí muy mal verlo todo asi.

Ixchel dijo...

Quiero decirte que mi abuelo era un galán y todas las del pueblo suspiraban por él, pero él solo tenía ojos para mi abuela y menos mal que su amor fué correspodido.