" NACIÓN DE NACIONES "
- ¿ Qué es una nación ?
El concepto de nación ha sido definido de maneras diferentes por los estudiosos sin que se haya llegado a un consenso al respecto. Sobre la naturaleza y el origen de la nación, lo que implica una determinada definición de la misma, existen dos paradigmas contrapuestos y excluyentes: el modernista o constructivista, que define la nación como una comunidad humana que detenta la soberanía sobre un determinado territorio por lo que antes de la aparición de los nacionalismosen la Edad Contemporánea no habrían existido las naciones —la nación sería una «invención» de los nacionalismos—; y el perennialista o primordialista que define la nación sin tener en cuenta la cuestión de la soberanía y que defiende, por tanto, que las naciones existieron antes que los nacionalismos, hundiendo sus raíces en tiempos remotos —así sería la nación la que crea el nacionalismo y no a la inversa—
La nación política es el titular de la soberanía cuyo ejercicio afecta a la implantación de las normas fundamentales que regirán el funcionamiento del Estado. Es decir, aquellas que están en la cúspide del ordenamiento jurídico y de las cuales emanan todas las demás. Han sido objeto de debate desde la Revolución francesahasta nuestros días las diferencias y semejanzas entre los conceptos de nación política y pueblo, y por consiguiente entre soberanía nacional y soberanía popular. Las discusiones han girado, entre otras cosas, en torno a la titularidad de la soberanía, a su ejercicio, y a los efectos resultantes de ellos.
Una distinción clásica, con respecto a la mencionada Revolución, ejemplifica en la Constitución francesa de 1791 la soberanía nacional, ejercida por un parlamento elegido por sufragio censitario (visión conservadora), y la soberanía popular en la Constitución de 1793, en la que el pueblo es entendido como conjunto de individuos, lo que conduciría a la democracia directa o el sufragio universal (visión revolucionaria). Sin embargo, estos significados ya se difuminaron en la misma época revolucionaria, en la que varios autores emplearon los términos de otra forma. Según Guillaume Bacot53 las diferencias fueron prácticamente terminológicas y desde 1789 a 1794 hubo en el fondo un mismo concepto revolucionario de soberanía.
En 1789 el abate Sieyès usó, con un fuerte carácter socio-económico, nación y pueblo como sinónimos. Pero poco después modificó su significado, estableciendo una diferencia fundamental para su idea de la soberanía y del Estado constitucional. Concibió entonces la nación como propia del Derecho natural, anterior al Estado (Derecho positivo), y al pueblo como determinado a posteriori. En síntesis, para Sièyes la nación es titular de la soberanía, ésta se ejerce mediante el poder constituyente, y después, tras el "establecimiento público" (Constitución), quedaría definido el pueblo como titular del poder constituido. Así pues, el pueblo sería para el abate la nación jurídicamente organizada. Nicolas de Condorcet solo emplea el término pueblo, pero coincide con Sièyes al hacer énfasis en la distinción entre poder constituyente y poder constituido como base para el buen funcionamiento del Estado liberal y democrático.
Para estos dos autores, el papel del titular de la soberanía (llámese nación o pueblo) se agota tras el ejercicio del poder constituyente. Tan sólo quedaría, en estado latente, como "recordatorio" del fundamento del Estado, y podría manifestarse excepcionalmente para rebelarse contra la opresión de una eventual tiranía. De los mencionados argumentos de Sieyès y Condorcet se deriva una idea básica respecto al Estado constitucional, que perdura hasta hoy, según la cual, como señalan, por ejemplo, Martin Kriele e Ignacio de Otto, en dicho Estado no hay soberano. Esto se basa en que si consideramos la soberanía como summa potestas o poder ilimitado (y por tanto con facultad para crear leyes sin ningún freno a priori), ello es incompatible con la existencia de una norma fundamental que establezca su supremacía. Otros autores54 sostienen que el proclamar la soberanía nacional tiene por objetivo propugnar o establecer una estructura constitucional propia del Estado liberal de Derecho: al atribuir la titularidad (que no el ejercicio) de la soberanía a un ente unitario y abstracto, se proclaman como no originarios los órganos estatales, evitando que cualquiera de ellos reclame para sí poderes que considere anteriores a la Constitución, lo que además favorece la articulación policéntrica de dichos órganos (pues ninguno prevalecería sobre los demás).
Internacionalmente hablando, la nación no es sujeto de Derecho, característica que sí posee el Estado.
¿Qué es el Estado?
Se entiende por Estado (usualmente con mayúsculas) la organización humana que abarca la totalidad de la población de un país, estructurada social, política y económicamente mediante un conjunto de instituciones independientes y soberanas que regulan la vida en sociedad.
Dicho de otro modo, un Estado equivale al conjunto de atribuciones y órganos públicos que constituyen el gobierno soberano de una nación, y en ocasiones el término es usado también para referirse a la nación como un todo: el Estado argentino, el Estado palestino, etc. Para que un colectivo humano organizado sea reconocido como un Estado, deberá contar con ciertas condiciones, pero también con el reconocimiento internacional.
Elementos del Estado:
Los elementos comunes a todo Estado son:
- Población. Ningún Estado existe sin una población que lo integre, por grande o diminuta que sea, o por diversa que ésta pueda resultar en materia cultural, racial o lingüística. De hecho, existen muchos Estados plurinacionales (varias naciones organizadas en un mismo Estado), ya que lo importante es que los pobladores estén de acuerdo en regirse por las mismas instituciones y compartir un destino político afín.
- Territorio. Todos los Estados poseen un territorio y unas fronteras que delimitan su área de soberanía y ejercicio de ley, de la de los Estados vecinos. Dicho territorio es suyo para administrar, ceder, proteger o explotar económicamente de la manera que mejor le parezca, siempre y cuando no ponga en jaque los territorios vecinos.
- Gobierno. Todo Estado debe contar con instituciones firmes y duraderas para gestionar la vida en sociedad, así como con autoridades para regirlas y métodos soberanos para decidir quién ejercerá dicha autoridad en su territorio. Dicho gobierno ejercerá la política y la administración del Estado por un tiempo definido en base a las reglas jurídicas, culturales y políticas de la población.
- Soberanía. Ningún Estado existe si otro toma por él sus decisiones, así que todo estado requiere de autonomía y de fuerza para ejercer y defender sus decisiones. De no poseerlo podremos estar frente a una colonia, un Estado asociado u otras formas de dominación de un Estado sobre otro.
Estado de derecho:
Se denomina Estado de derecho a un ordenamiento particular de un país, en el cual todo tipo de conflicto y de procedimiento social, jurídico o político se resuelve atendiendo a lo explicitado en una Carta Magna, es decir, una Constitución.
En la Constitución se contemplan las reglas de juego para el funcionamiento de un Estado en particular, entre ellas las potestades y limitaciones de las fuerzas del Estado, los derechos y obligaciones de los ciudadanos, y por ende todos los que hagan vida en dicho país deben someterse voluntariamente a la ley consagrada en dicho texto.
Es condición indispensable para que exista un Estado de derecho que todos los ciudadanos sean iguales ante la ley, gocen de los mismos derechos y deberes, sean evaluados jurídicamente con el mismo baremo y que las instituciones operen de conformidad.
¿QUÉ ES UNA NACIÓN DE NACIONES?
¿QUÉ ES UNA NACIÓN DE NACIONES?
El derecho constitucional se ocupa de las constituciones existentes, y su tarea principal es determinar lo que los textos permiten o prohíben. Es lo que hacen los especialistas de cualquier rama del derecho. Y, junto con otros estudiosos, los constitucionalistas nos ocupamos de explicar por qué las constituciones son como son, o nos aventuramos a proponer cómo deberían ser.
A veces, sin embargo, nos confundimos y presentamos la Constitución existente como la única posible o deseable. El error puede darse respecto a cualquier texto constitucional, pero me parece evidente en relación con la Constitución española de 1978, porque carece de preceptos que impidan modificar tal o cual artículo, de manera que cualquiera de ellos se puede cambiar siguiendo el procedimiento correspondiente.
Cuando apoyamos o criticamos una determinada propuesta de reforma, no deberíamos hacerlo presentando límites constitucionales que en realidad no existen. Si eso es un error de interpretación del texto, también podemos equivocarnos al presentar algunos de los principios que lo inspiran como algo intangible.
Eso ocurre cuando se pretende que es imposible encajar en el constitucionalismo cualquier alusión a la diversidad nacional en el texto constitucional porque eso afecta al principio de la soberanía nacional. Creo que vale la pena reflexionar sobre este asunto cuando entre las propuestas de reforma constitucional se pretende caracterizar el Estado como plurinacional, o se vuelve a hablar de España como nación de naciones. Pero antes de entrar en materia, quisiera aclarar que cualquiera de esas propuestas puede ser considerada conveniente o inoportuna. Sin embargo, y ahí voy a intentar centrarme, no me parece que esas nociones sean incompatibles con el constitucionalismo, que puede existir y cumplir sus objetivos sin depender de que un texto constitucional invoque la soberanía nacional.
Entre el constitucionalismo y la soberanía nacional se ha dado un matrimonio de conveniencia, tan estable y provechoso que parece obra del destino, y llamado a durar por los siglos de los siglos. Esa es la idea que me propongo explicar en primer lugar, y la sugiero de manera caricaturesca para contrarrestar el simplismo con el que se defiende a veces el carácter indisoluble de esa relación. Para acreditar mi tesis relativista, en segundo lugar voy a recordar a Antoni de Capmany (Barcelona 1742-Cádiz 1813), un ilustre catalán, historiador y filólogo, que expresa la tensión entre las diversas identidades nacionales españolas y el principio de soberanía nacional. Así abriré el segundo apartado de este breve texto, donde me referiré a la relación entre las constituciones españolas y la soberanía nacional. Finalmente, me centraré en la Constitución de 1978, y expondré lo que podría implicar la plurinacionalidad o la expresión nación de naciones en su texto.
El concepto de soberanía precede a la idea moderna de constitución, aunque no es imprescindible para definir el constitucionalismo. La definición más extendida de constitucionalismo remite a la limitación del poder político mediante el derecho. Es una definición minimalista, a la que, para darle un sentido acorde a los principios democráticos de nuestro tiempo, añadiríamos que el derecho debe estar a disposición de la voluntad de los ciudadanos, directamente o a través de sus representantes. En todo caso, los tratados de derecho comparado definen el constitucionalismo sin mencionar la soberanía. Lo que sería imposible si nos ciñéramos a la tradición del constitucionalismo continental europeo, en su versión francesa.
Los ingleses construyeron su constitucionalismo sin tener que explicitar la titularidad de la soberanía. De modo progresivo, la Cámara de los Comunes asumió de hecho la cuota principal del poder, y en el Reino Unido la autoridad formalmente suprema reside en la fórmula King in Parliament. Nadie, por supuesto, entendería que hubiera que excluir al Reino Unido del constitucionalismo. La versión dominante de la soberanía nacional nace de la Revolución francesa, que se enfrenta a una monarquía absoluta agonizante. Y la mejor manera de oponerse a ella es dar la vuelta al esquema de dominación del absolutismo y privar al monarca de su atributo fundamental: de la soberanía.
La Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, proclama en su artículo 3 que la soberanía reside esencialmente en la nación, y se repetirá esa afirmación en la Constitución de 1791. Constitucionalismo y soberanía nacional se emparejan en esos años, y de ahí nacerá lo que he llamado un matrimonio de conveniencia. Los revolucionarios tenían la intención de configurar un nuevo sistema político mediante una Constitución. La Declaración de Derechos transformaba a los súbditos del rey en ciudadanos. Sus derechos, que no los privilegios, les daban esta condición. La ciudadanía creaba la nación, tal como la concebía la revolución y su teórico Emmanuel-Joseph Sieyès en el famoso texto ¿Qué es el Tercer Estado? (1789).
- Cabe pensar el constitucionalismo sin necesidad de invocar la soberanía como principio legitimador, como he intentado explicar en la alusión al parlamentarismo inglés. Pero hay que reconocer la gran influencia europea de la versión del constitucionalismo que se propaga desde Francia por toda Europa, incluyendo a España a partir de la Constitución de 1812.
Desde la Revolución Francesa la idea de nación adquiere una fuerza política inusitada. La palabra nación podía ser sinónimo de nacimiento, o señalar grupos humanos distintos por origen o lengua. Pero la posibilidad de convertir a uno de esos grupos en titulares colectivos de la autoridad política suprema abre una nueva era para la política. Para entenderlo mejor, hay que tomar en cuenta el cambio que experimenta la idea de nación en España. La transformación la genera la Constitución de 1812, redactada en Cádiz durante la ocupaci - ón napoleónica, cuyo artículo 3 dice: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.”
El efecto político frente al absolutismo será trascendental, potencialmente tan revolucionario como en el caso francés. Pero lo que interesa, en la perspectiva que pretende adoptar este texto, es el contraste entre el carácter único e indivisible de la nación soberana, por una parte, y los posibles sentimientos de pertenencia nacional que existían en España. No podemos retrotraer dos siglos los estudios sociológicos, pero, por suerte, existe un personaje como Antoni de Capmany que nos proporciona dos breves textos muy ilustrativos.
La gran nación
El primero es el de su panfleto Centinela contra franceses (1808), destinado a movilizar a la población contra los invasores (edición de 1810, página 94): “¿Qué sería ya de los españoles si no hubiera habido aragoneses, valencianos, murcianos, andaluces, asturianos, gallegos, extremeños, catalanes, castellanos...? Cada uno de estos nombres inflama y envanece y de estas pequeñas naciones se compone la masa de la gran Nación, que no conocía nuestro conquistador, a pesar de tener sobre el bufete abierto el mapa de España a todas horas”.
“Españoles” es la condición común de los que forman “una gran Nación”, desde identidades particulares que constituyen “pequeñas naciones”.
Nada hubiera impedido situar la soberanía nacional en la “gran Nación”, y aceptar al mismo tiempo, incluso reconocer, que esta gran nación incluía otras pequeñas naciones. Pero el mismo Capmany mostró la ortodoxia que terminaría por imponerse. En las Cortes de Cádiz riñó severamente a los diputados a los que se les ocurría intervenir como diputados de su demarcación. Lo encontramos en los diarios de sesiones del 30 de junio de 1811 y 21 de enero de 1813, donde Capmany les dice: “Aquí no hay provincia, aquí no hay más que Nación, no hay más que España…”. “Nos llamamos Diputados de la Nación, y no de tal o cual provincia: hay diputados por Cataluña, por Galicia… mas no de Cataluña, de Galicia… Entonces caeríamos en el federalismo, o llámese provincialismo, que desconcertaría la fuerza y concordia de la unión, de la que se forma la unidad”.
Y a partir de ahí, hasta los debates constituyentes de la Constitución actual, la historia del constitucionalismo español puede explicarse a partir de la soberanía nacional, pero sin tener que tomar en cuenta la pluralidad de sentimientos de pertenencia. Basta con referirse a la nación que Capmany consideraba “única”, y no a la que nuestro historiador había considerado una “gran Nación” compuesta de pequeñas naciones. Así podemos determinar que cuando no se atribuye la soberanía a la nación, como en 1812, 1837 y 1869, nos encontramos con un texto que refleja las posiciones conservadoras. En el siglo XX, la soberanía no aparece en el articulado: a modo de preámbulo se declara que “España, en uso de su soberanía y representada por las Cortes constituyentes, decreta y sanciona esta Constitución”.
En la II República ya han emergido los nacionalismos periféricos, que reivindican, sobre la base de lenguas, culturas y tradiciones propias, un sentimiento de pertenencia propio de lo que el primer Capmany llamaría “pequeñas naciones.” El franquismo, aunque se lo propuso inicialmente, no consiguió diluirlas en el molde de su peculiar visión de España. La Constitución de 1978, por primera vez en la historia constitucional española, parece reconocer esa diversidad nacional en su artículo 2. En el artículo 1.2 se indica que “la soberanía nacional reside en el pueblo español”; “pueblo” cuya mención en singular contrasta con el preámbulo, en el que se alude, en plural, a los “pueblos de España”.
Pero es en el artículo 2 donde, tras una enfática proclamación de “la indisoluble unidad de la Nación española” se reconoce el derecho a la autonomía de “las nacionalidades y regiones que la integran.” No indica cuáles son las “nacionalidades”, y, de hecho, cada Estatuto de Autonomía puede determinar si considera a su comunidad Autónoma como “nacionalidad”. Parecería que no estamos tan lejos de poder admitir la plurinacionalidad, o de definir España como nación de naciones. Esta fórmula, que parece remitir al Capmany de Centinela contra franceses es obra de Anselmo Carretero, un socialista nacido en Segovia en 1908 y muerto en Ciudad de México en el 2002.
Carretero, socialista federalista, ingeniero e historiador autodidacta, desafía con su visión pluralista la idea monolítica de nación homogénea como único sujeto posible de la soberanía. En Las nacionalidades españolas (1977, primera edición mexicana, 1948) entiende que la pluralidad de sentimientos de pertenencia es consubstancial a la historia de España, y augura que el hecho de que aparezca como “nación de naciones o familia de pueblos (…) es hecho que no debería desagradar a ningún español” (página 50). Teniendo en cuenta, además, que no establece distinción entre nacionalidades y regiones. Todas pueden merecer el nombre de nación, que se integra en una mayor.
Para Carretero, España es una nación compleja, lo que reitera en Los pueblos de España (1992), donde critica la literatura académica que sólo comprende las naciones como algo homogéneo. Si España es una nación de naciones, “alguien tiene que ocuparse de esta clase de nación; y nada tiene de extraño que sean mentes españolas”, ya que el no haber considerado esa idea “tan profunda de España” ha provocado enfrentamientos fratricidas por culpa de la ignorancia que acerca de la “naturaleza de su patria han padecido millones de españoles” (página 296).
Inercias
Pero algunas inercias pesan mucho. Una buena parte de los estudiosos de nuestro derecho público piensa que no hay constitucionalismo sin soberanía nacional, y que esta se ve irremisiblemente desvirtuada si se presenta España como una nación plural. A título de ejemplo puede presentarse lo que encontramos si buscamos en el Diccionario del español jurídicola palabra “nacionalidad”: ninguna de sus acepciones puede encajar con las “nacionalidades” a las que se refiere el artículo 2. Es llamativo en un diccionario jurídico del 2016, con una Constitución de 1978.
Llamativo, pero no sorprendente. Algunas nociones alcanzan el estatuto de obviedades que sólo los extravagantes se atreven a criticar. Más aún cuando, en lo que nos ocupa, parece que se pone en peligro la base sobre la que reposa todo el edificio constitucional: la soberanía nacional. Creo que ese miedo es exagerado, porque, sin que se afecte a la titularidad de la soberanía, cabe reconocer la diversidad nacional que concreta los distintos, y a menudo compartidos, sentimientos de pertenencia que se dan en nuestro país. Si eso es conveniente o no, es algo que se debe decidir en el plano de la política. No es bueno que los juristas dificultemos esos debates presentando límites que no existen en la Constitución, u objeciones que derivan de una interpretación reduccionista del constitucionalismo histórico y comparado. Llegar a un consenso constitucional ya parece suficientemente complicado; no lo hagamos más difícil con exigencias doctrinales exageradas.
Ali y Julián
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