Tal
vez la poesía pueda tener un efecto consolador, un bálsamo
reconstituyente en los burdos trazos que van conformando su
caligrafía, un botiquín de emergencia para los espíritus asolados
por los rigores del mal tiempo, por los corazones abrumados
salpicados de agua de lluvia o por los caminos tan estrechos que no
dejan pasar libremente el agua.
Tal
vez pueda consolar una herida, abierta por el rugido y la ferocidad
de las fauces hirientes de la vida, o quizás se pueda encontrar en
su vocabulario mágico, señales y símbolos que definen al ser
humano y su mundo alguna esperanza dulce, como cuando soñamos con campos yermos alumbrados por la luna, territorios que descansan placidos sin
temer la hostilidad del sol cuando dispara sus sobresaltados rayos sin dilaciones.
Alguna
apariencia de luna, alguna verdad que ponga fin a las dudas, salidas
en voz de un poeta, algún sudario de vida confeccionado con los
rayos de ese astro ambiguo que cada noche se proclama dueña de la
noche allá en las alturas mientras elevamos la mirada para
contemplar su aspecto femenino y suave.
Luna
que es auxilio de los desesperados poetas que se mantienen en vigilia
en busca de una inspiración nocturna, o de los que forzosamente se
pasan la noche despiertos, por ese ataque común de las ciudades que
es el insomnio, trasnochados e iluminados por la luz de una vela, que
presta una honorable y agradable compañía, a pesar de su
insignificante velita, mientras la luna va recogiendo sus lamentos
para convertirlos en aprovisionamiento de agua dulce de silencio
otoñal y recogimiento.
¿Pero
cuánto dura el efecto consolador de una poesía? Quizás un momento
muy breve, apenas unos minutos, lo suficientes para saber que a la
salida del auditorio nos espera la cruda realidad con sus espectros y
sus tormentas, los mismos espectros y tormentas con dolores de cabeza
y sacudidas al corazón que tiempo antes ya nos acosaban,
desmembrando margaritas oscuras, quemadas por un violento fuego. Y
aceptamos esa realidad, no porque no haya alternativas, sino porque
nos hemos acostumbrado a ellas y no queremos encararnos en batallas
por si en el enfrentamiento resultan vencedoras.
Pero
quizás la brevedad de la poesía sea inconmensurable. Quizás dura
lo que dura un beso, o un abrazo o un “te quiero” o quizás el
tiempo breve que dura pasar un cometa dejando una estela tras de si.
Quizás
dura lo que tarda una ola en caer al agua, o dura lo que dura un
suspiro, quizás lo que menos dura tenga más relevancia, mas imagen
de sinceridad y verdad. ¿Cuánto dura la palabra “verdad” y
cuánto dura entenderla? Muy poco tiempo, quizás solo segundos, pero
ahí está, sin revestimientos, sin decoración, ella misma, directa,
proclamando su doctrina, enviando su mensaje transparente y certero
para que todos puedan entenderlo.
Por
eso un beso, un abrazo y un “te quiero” duran tanto, porque
aparte de ser verdades irrevocables, llena de los mejores
sentimientos del ser humano, duran tan solo el recuerdo nítido de un
verso.
Ignacio Pérez Jiménez.
2 comentarios:
Una poesía Muy bien redactada, felicidades.
Precioso artículo.Me ha gustado mucho Ignacio.Besos
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