Una mañana me levante con el corazón palpitando de frío, como tempano helado que atraviesa mi alma sin compasión, con la profundidad certera de una espada, guerrero que vence sin tener en cuenta la fragilidad de mi corazón roto, sembrado de espinas.
Ese
otoño repentino que ataca a los enamorados y asola sus espíritus
débiles en un continuo tormento. Días que se llenan de hojas caídas
y del aliento caído de las mariposas desconsoladas por el frío.
Te
busque al despertar y recordé que las paredes son la barrera que
marcan la distancia, murallas tras las que te escondes convencida de
que no me necesitas, desván desnudo donde se ocultan las vergüenzas
del olvido.
Grite
tu nombre a voz alta para enfurecer a voz callada del silencio, pero
no lo escuchaste, quizás la llamada cambió de dirección, en vez del
Norte fue al Sur y se perdió con el vuelo de las aves migratorias
para convertirse en un diminuto punto brillante, rastro furtivo de
nuestra antigua unión.
Expuesto
mi corazón a los suspiros del invierno, tantee enloquecido de amor
el aire buscando tu figura y solo encontré el vacío mudo que ocupa
tu lugar, fría lluvia que me cala los huesos, desmembrando hasta lo
más íntimo de mi anatomía.
Intente
pintar tu imagen con pinceles desgastados por la soledad, pero mi
paleta solo tiene tonalidades grises. No te pude concebir triste como
árbol que yace desterrado con lamento de madera y hoja cubierta,
porque tú eras felicidad y los colores que siempre obedientes,
forman su magistral homenaje a la alegría, momento desbordante de
colores limpios y nobles.
Antes
tu sonrisa era un arcoíris que bullía agitadamente con la venida
del sol, cambiando de colores tu ropaje multicolor mientras los
sembrados mojados eran promesas fértiles de frutos sanos y variados.
Eras
un lecho de verdes hojas donde me tendía a descansar y observar las
estrellas; un lecho tibio era tu cuerpo blanco de estrellas, tan
risueña como una dulce nota lanzada al aire, una sábana desplegada
dispuesta a acoger con las manos abiertas mi debilidad física y
moral. Y mi deseo carnal y comprensivo de ti, que encontraba en tus
brazos, la mitad olvidada de amor que mi desaprensivo corazón ignoró.
Eras
el aliento cálido de un pájaro, la bruma vespertina que nunca
molesta con colores de épocas medievales, cuando se servía la cena
fría y las paredes de los castillos eran sombrías.
Eras río que atravesaba la vereda con fortaleza, dejando atrás una estela
de jazmines bañándose en el agua, agua que fluye suave por los
contornos verdes ignorando su destino.
Ahora
soy un espíritu errante que yace en lechos vacíos, fríos como los
mármoles que cubren las tumbas, triste como un jubilado en domingo,
solo como una flor entreabierta en pleno desierto, inútil como las
palabras que pronunciamos y sin avisar se las llevo el viento, vete a
saber tu donde.
Ignacio Pérez Jiménez.
1 comentario:
Chapeau Ignacio.Felicidades compañero!!!!!!!Besos a todos
Publicar un comentario