Cuenta
la leyenda que el tapón que emerge en la playa
Torre de la Higuera de
Matalascañas se encarga de que no se escape el agua del Atlántico y
que si se quitara, se vaciaría. Una leyenda que se corresponde con
los restos de lo que en su día fue torre vigía y que envuelve a uno
de los símbolos más característicos de la costa onubense. Volcada
y reducida a ruinas por el Terremoto de Lisboa de 1755 que afectó a
toda la zona creando un tsunami, y por la acción de la erosión del
mar, está considerada como parte del Patrimonio
Histórico Español. La
historia se remonta al siglo XVI, en el que el reinado de Felipe II
se caracterizó por las dificultades para mantener sus posesiones
territoriales. Entonces su trono se veía amenazado por las
incursiones berberiscas y turcas en las costas mediterráneas, y por
numerosos conflictos externos, como la lucha contra Francia y con
Inglaterra por el dominio del mar.
Un
control de su vasto imperio que intentó
reforzar desde el litoral de
la Península Ibérica con un sistema de vigilancia continuada. Por
ello se levantaron torres almenaras por toda la costa a lo largo del
siglo, unas construcciones que permitían avisar rápidamente del
ataque para que pudieran intervenir las gentes de armas de las
fortalezas y las ciudades cercanas. Y utilizaron las torres o
almenaras en las que se encendían hogueras
por la noche y
humaredas durante el día para avisar de la presencia enemiga. Los
cristianos tomaron este sistema de los musulmanes, de ahí la
denominación como almenara, que en árabe alude al fuego que se
hacía en las atalayas o torres ópticas como señal de aviso. Pero
estas edificaciones datan de tiempos más antiguos, como indica
Alicia Cámara en su estudio sobre arquitectura defensiva y las
torres del litoral durante el reinado de Felipe II.
Retraso
en las obras.
Hacia 1586 se hizo evidente que la «mucha diligencia» solicitada al
comienzo en el desarrollo de las obras no se daba en la proporción
deseable, por lo que la Corona destinó a Gilberto de Bedoya. El
licenciado inició
su misión por el litoral de Cádiz,
cuyas obras acabadas contrastaban con la realidad de la costa
onubense. Absolutamente nada se había hecho en el tramo central de
las Arenas Gordas, lugar que se describe en relaciones de sucesos de
la época como «lo
más peligroso de toda la costa».
Pero aún estaban sin tocar siquiera los proyectos de las torres
previstas en Carbonero, La Higuera (la torre de Matalascañas) y el
Horado. Dos factores condujeron a esa situación: el temor de los
constructores a trabajar en una zona tan expuesta al peligro corsario
y las dificultades financieras derivadas de la pobreza de la zona. De
hecho, la edificación de estas tres torres y la de Zalabar, ubicadas
en término de Almonte, recaía principalmente sobre los vecinos
de la villa y
los pescadores de su costa, lo que suponía una pesada carga
económica.
Tanto
la del Asperillo como la Torre de la Higuera fueron concebidas como
simples atalayas
de vigilancia, sin dotación de artillería.
Tanto es así que la Torre de la Higuera se consideraba en los
escritos de la época como «una de las buenas» y debía ser
socorrida desde la villa de Almonte. Lo mismo ocurría con todas las
construcciones almenaras de la zona, a pesar de la lejanía respecto
a la localidad. Tan pacíficas eran que el supervisor la despachaba
siempre que acudía a ellas con la misma dotación: ninguna
artillería de peso y tres
soldados para la guardia con
sus armas. Parece que la eficacia global del sistema defensivo
fue siempre muy limitada. Sin embargo, la línea de torres de
almenara, a pesar de que el proyecto sufrió diversos cambios y
adaptaciones, no
fue tan deficiente como
se piensa. Sobre todo si se juzga por los restos y escritos
conservados en la actualidad. Sí es cierto que algunos elementos
importantes desaparecieron sin dejarnos más huellas que las
documentales. Y son precisamente estas huellas las que habrá que
seguir explorando para resolver
las incógnitas que aún oculta la
historia de las torres de almenara.
La Redacción del blog.
Extraído de El Correo de Andalucía.
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