El
fotógrafo ha dejado programada la cámara —una digital barata, no
es necesaria complejidad alguna para mostrar la víscera que somos—
para que dispare por sí sola. La imagen es un autorretrato y Graham
MacIndoe hizo
muchos durante sus años en el subsuelo. Con la jeringa
clavada, frente al cobalto azulado de la televisión, el
fotógrafo-consumidor posa para,
también en el tiempo anestésico del opio, reconocerse.
Escocés
nacido en 1963, MacIndoe es desde 2010 un adicto sobrio —la noción
de exadicto es una figura retórica: la edad me ha llevado al
convencimiento de que con las drogas, con todas ellas,
firmas contratos
de permanencia vitalicios—.
Desde la limpieza sigue
ejerciendo la profesión de fotógrafo, ahora quizá con un nuevo
tipo de benevolencia, la de saberse débil como cualquiera.
En
un pliego de descargo retroactivo que nadie tiene el derecho de
recusar, MacIndoe ha decididosacar
a la luz sus años de relación, mientras vivía en Nueva York,
con, por este orden, la cocaína, la heroína y el crack y
mostrar bastantes de los autorretratos que hasta ahora había
mantenido ocultos. En la pieza audiovisual My
addiction: a self-portrait (Mi
adicción, un autrorretrato), publicada por The
Guardian, diario en el que colabora, el
fotógrafo muestra y comenta las imágenes.
En
una entrevista editada en paralelo por el mismo medio, Coming
clean: the photo diary of a heroin addict (Limpiándose:
el fotodiario de un adicto a la heroína),
se confiesa a su exnovia, la periodista y escritora Susan Stellin,
que estuvo liada con MacIndoe durante los años de aguja y rompió
con él por las consecuencias de la adicción en la convivencia. No
se enteró, o al menos eso asegura, de la grave intensidad de lo que
estaba sucediendo con su pareja. Precisa que sólo tuvo una
conciencia exacta del hundimiento cuando, una vez separados, encontró
los 342 autorretratos de
MacIndoe en el trámite de chutarse o en los posteriores vuelos
opiáceos.
“De
alguna forma, esto era lo que tenía curiosidad por ver (…) Todos
estos primeros planos de la aguja entrando en una vena, su expresión
durante y después (…) Quizá la clave sea: ‘¿Querías
ver? Aquí lo tienes’.
Entonces quizá nos enferme nuestro voyeurismo, porque no
necesitábamos ver nada de esto”, escribe Stellin recobrando una
nota que redactó al encontar las fotos y a la que ahora añade una
coletilla: “Creo que sí debemos verlo e intentar entender la
adicción desde dentro como nos la describe Graham y no con una
mirada exterior”.
La
versión en primera persona del enganche y sus rituales es una
narración de la infinita soledad del adicto y del mundo de un solo
habitante en el que reside. Juicios personales aparte —y el
fotógrafo es el primero en recordar aquellos años con una “enorme
vergüenza personal”—, los autorretratos demuestran que los
motivos para caer podrían resumirse, en una exageración quizá
injusta pero no por ello menos certera, en que los opiáceos eliminan
todo tipo de dolor o sufrimiento, incluso aquellos que ni siquiera
padeces.
El
diario fotográfico de drogadicción, un trabajo que es un grito pero
también un testimonio de valentía, coloca al fotógrafo en un
terreno extraterritorial, la patria sin fronteras donde
es innecesario
preocuparse por la muerte porque
siempre la llevas de tu mano.
MacIndoe
cita la canción de Lou Reed Perfect
Day para explicar la opción
del fije intravenoso: Es
un día perfecto / Has logrado que me olvide de mí mismo / Creí que
era otra persona, / una buena persona.
Los
autorretratos demuestran la indomable hipnosis que ejerce la droga
sobre el adicto y que el fotógrafo capturó con exactitud, pero
alivia saber que MacIndoe —que hoy, tras pasar por la cárcel y una
rehabilitación que, en su caso, ha funcionado, luce el
aspecto saludable que merece—
tambiénse
dejó someter por una segunda sustancia tóxica, la fotografía.
Algunas
de las secuelas de esta segunda dependencia brotan de la colección
de autorretratos: el triunfo del ojo sobre la cámara; la ausencia de
todo límite excepto los que imponga el fotógrafo; las puertas
abiertas al pasado o, como decía Julio Cortázar, las fotos
como forma
de “combatir la nada”…
A las imágenes de MacIndoe les cuadra, sobre todo, la definición
esquiva de Diane
Arbus,
otra notable drogadicta —en su caso, de barbitúricos y otros
venenos psiquiátricos—: “La fotografia es un secreto de un
secreto. Cuanto más cuentas, menos sabes”.
Ánxel
Grove
Extraído de 20 Minutos.
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