Cuantas
veces habré pasado por tu lado, cuantas veces me habrás susurrado
tu nombre, desvalido y convencido de mi indiferencia. Árbol que yace
simple al lado de la acera, con visión de pobreza conteniendo
riquezas por doquier.
Cuantas
veces habré recorrido la calle con alguien, solo, conversando, o
simplemente caminando y he paseado la vista distraído en mis
pensamientos, viendo el centro de la plaza vacío, con rumor de
palomas que se preparan para acoger la noche.
Sin
embargo, no sé qué paso, que me detuve, una llamada de la vida, una
inspiración, un asomo de sensibilidad y certeza en los chaparrones
que oscurecen nuestros sentimientos con gotas frías y rutinarias,
que a todo queremos envolver como una perentoria y gigantesca
necesidad.
Sí,
me detuve a observar tu escuálida figura. Quizás fue la paz de la
tarde o el rumor lejano de los relámpagos o que descifre el lenguaje
de los árboles en un momento de libertad supina, pero ya no pasas
por delante de mis ojos como lo pasan las ventanas y las puertas, tan
calladas en su belleza de tanto resentimiento y vergüenza,
injustificada vergüenza, sino que tu árbol limonero, con tu vulgar
apariencia eres verdad, existencia y libertad en muy pocos metros
de altura.
Estas
siempre ahí, árbol limonero, continuamente aferrado a tu libre
cautiverio, insistentemente enclavado en el suelo, haga el tiempo que
haga, soportando el frio de la noche, o los embates del calor con sus
duras arremetidas o desvistiéndote poco a poco de las hojas que van
conformando tu vestuario.
Estas
siempre ahí, viendo el tiempo trascurrir, los niños de la plaza
crecer, las vecinas recluyéndose en sus casas los días de invierno
tras postigos bien cerrados, viendo cambiar las estaciones, sucederse
cada año a un ritmo certero e inaplazable, ver a la gente pasar, a
extraños y a conocidos, sigues sus itinerarios, entrar en una casa,
salir, dar la vuelta a una esquina… ves a los viejos morir
en sus eternos bancos a la luz del atardecer, como si el día
quisiera decorar ese momento con una luz suave y resplandeciente.
No
eres vulgar, eres árbol de categoría en tu propia sencillez, ya
tenga las hojas verdes, ya estés
desnuda o vestida porque todo tiene un sentido y tu presencia no es
casual ni repentina sino plena de significado.
Hagamos
un coro alrededor de tu tronco, niños, viejos y adultos, voces sin
ánimo de cantar y voces que si, voces monótonas y voces animadas,
voces triste y voces felices y entonar un cántico en homenaje a la
belleza que hay que buscar escondida entre las cosas vulgares. Los
reyes no son la única verdad bella, aunque se vistan continuamente
con ropas de oro, sino aquellas que hay que forzar la vista un poco
para verlas.
Ignacio Pérez Jiménez.
1 comentario:
La belleza y el encanto de lo corriente y vulgar, radica muchas veces en su imperfección.La imperfección es un signo de lo natural, aunque en Occidente nos intenten convencer de lo contrario.Ahí lo dejo.
Besos a todos los colaboradores del blog y a sus lectores.
Un abrazo.
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