miércoles, 13 de marzo de 2013

ÁRBOL SEMPITERNO.


Cuantas veces habré pasado por tu lado, cuantas veces me habrás susurrado tu nombre, desvalido y convencido de mi indiferencia. Árbol que yace simple al lado de la acera, con visión de pobreza conteniendo riquezas por doquier.

Cuantas veces habré recorrido la calle con alguien, solo, conversando, o simplemente caminando y he paseado la vista distraído en mis pensamientos, viendo el centro de la plaza vacío, con rumor de palomas que se preparan para acoger la noche.

Sin embargo, no sé qué paso, que me detuve, una llamada de la vida, una inspiración, un asomo de sensibilidad y certeza en los chaparrones que oscurecen nuestros sentimientos con gotas frías y rutinarias, que a todo queremos envolver como una perentoria y gigantesca necesidad.

Sí, me detuve a observar tu escuálida figura. Quizás fue la paz de la tarde o el rumor lejano de los relámpagos o que descifre el lenguaje de los árboles en un momento de libertad supina, pero ya no pasas por delante de mis ojos como lo pasan las ventanas y las puertas, tan calladas en su belleza de tanto resentimiento y vergüenza, injustificada vergüenza, sino que tu árbol limonero, con tu vulgar apariencia eres verdad, existencia y libertad en muy pocos metros de altura.

Estas siempre ahí, árbol limonero, continuamente aferrado a tu libre cautiverio, insistentemente enclavado en el suelo, haga el tiempo que haga, soportando el frio de la noche, o los embates del calor con sus duras arremetidas o desvistiéndote poco a poco de las hojas que van conformando tu vestuario.

Estas siempre ahí, viendo el tiempo trascurrir, los niños de la plaza crecer, las vecinas recluyéndose en sus casas los días de invierno tras postigos bien cerrados, viendo cambiar las estaciones, sucederse cada año a un ritmo certero e inaplazable, ver a la gente pasar, a extraños y a conocidos, sigues sus itinerarios, entrar en una casa, salir, dar la vuelta a una esquina… ves a los viejos morir en sus eternos bancos a la luz del atardecer, como si el día quisiera decorar ese momento con una luz suave y resplandeciente.

No eres vulgar, eres árbol de categoría en tu propia sencillez, ya tenga las hojas verdes, ya estés desnuda o vestida porque todo tiene un sentido y tu presencia no es casual ni repentina sino plena de significado.

Hagamos un coro alrededor de tu tronco, niños, viejos y adultos, voces sin ánimo de cantar y voces que si, voces monótonas y voces animadas, voces triste y voces felices y entonar un cántico en homenaje a la belleza que hay que buscar escondida entre las cosas vulgares. Los reyes no son la única verdad bella, aunque se vistan continuamente con ropas de oro, sino aquellas que hay que forzar la vista un poco para verlas.

Ignacio Pérez Jiménez.

1 comentario:

Salud dijo...

La belleza y el encanto de lo corriente y vulgar, radica muchas veces en su imperfección.La imperfección es un signo de lo natural, aunque en Occidente nos intenten convencer de lo contrario.Ahí lo dejo.

Besos a todos los colaboradores del blog y a sus lectores.

Un abrazo.