jueves, 28 de julio de 2016

CABO DE GATA, UN GRAN DESCUBRIMIENTO.

El Cabo de Gata es un escenario de película. De hecho, en este rincón del sur de Almería se han rodado decenas de ellas (Lawrence de ArabiaEn busca del Arca Perdida, muchas del Oeste...), sacando provecho de sus playas idílicas, acantilados esculpidos, paisajes desérticos y aldeas marineras. El cabo es un refugio de la naturaleza que fue declarado Parque Natural en 1987 y Reserva de la Biosfera diez años después.
Si accedemos desde Almería (a solo 25 km), pronto aparece la playa de Torregarcía, reconocible por la torre vigía que en el pasado protegía esta costa de los piratas. Aquí llegó flotando en 1502 la talla de la Virgen que fue llamada Nuestra Señora del Mar y convertida en la patrona de Almería. La carretera bordea la costa y alcanza primero San Miguel de Cabo de Gata, la capital, y luego Almadraba de Monteleva, llamada Las Salinas por las piscinas de sal que, junto con la pesca, eran la principal actividad en la zona. Aún hoy, la sal desecándose hace rebotar su resplandor sobre las casas encaladas del pueblo y, cuando sopla el viento, cubre como un manto blanco la arena de la playa. Las salinas y las marismas cercanas son, además, un rico hábitat donde anidan o reposan cientos de especies de aves (garzas, cigüeñelas, flamencos...). Existen rutas guiadas para observarlas.

Al poco de salir del pueblo empieza la ascensión al cabo de Gata, pasando por miradores y parajes de negra roca volcánica. Desde la loma que corona el faro se admira un cuadro inolvidable de rocas, olas y mar. A sus pies tiene el Arrecife de las Sirenas, una escultura pétrea que, hace un siglo, alojaba a una colonia de focas monje.


Un corto trayecto en coche conduce a San José, el núcleo más turístico del parque. Abierto a su bahía, ofrece dos de las mejores playas de la zona: Mónsul, con dunas doradas y paredes de lava, y Los Genoveses, de arena fina y un paisaje salpicado de pitas y chumberas. El acceso a ambas está restringido a un número determinado de coches al día, pero también se puede llegar caminando desde el pueblo.

La estancia en San José se puede aprovechar para degustar pescaíto frito y otras especialidades gastronómicas como la mojama de almadraba, la caballa a la moruna, el gazpacho de ajoblanco, los andrajos (masa de harina acompañada de legumbres y matanza o pescado), el sorbete de chumbos, las roscas de pan de aceite... También para comprar artesanías: jarapas, alfombras y tapices tejidos con tiras de trapos retorcidos, y una cerámica que lleva milenios reproduciendo las técnicas heredadas de los árabes.


El atardecer es un momento excelente para caminar tierra adentro. Puede que en el paseo nos acompañe desde el cielo una pareja de zarapitos reales y, en tierra, el intenso aroma del hinojo y el tomillo, plantas de formas singulares como el cumbrerillo de lobo, la cornicabra y los nopales, y algún cortijo solitario e inmaculado. En los últimos años se han hecho populares las excursiones nocturnas para contemplar el cielo estrellado. Estos itinerarios cuentan con guías que van dando explicaciones científicas y narrando historias mitológicas.

Retomando ahora la costa oriental, a pocos kilómetros del cabo se llega a Los Escullos, apenas una aldea circundada por escolleras y dunas caprichosas que cambian de ubicación según la dirección del viento. A una de ellas se asoma el castillo de San Felipe (siglo XVIII) –restaurado y con visitas guiadas–, desde el que se contempla una media luna de arena dorada de la que brotan rocas de arenisca blanca fosilizada que parecen desafiar la ley de la gravedad.

La carretera avanza hacia el norte y, en pocos minutos, alcanza la Isleta del Moro, así llamada desde que la eligió como refugio el jefe berberisco Mohamed Arráez.Pueblo de pescadores, se abre a una cala protegida de los vientos y poblada por palmeras, eucaliptos y chumberas. Se suele recalar en ella para disfrutar del pescado fresco que ofrecen sus tabernas.

La Isleta del Moro es también un buen lugar para sumergirse en las puestas de sol que regala el cabo de Gata y en los senderos de luz que traza la luna llena sobre el mar. Los más activos pueden disfrutar del submarinismo en la zona y de rutas pie o en bicicleta por caminos sinuosos que van serpenteando arriba y abajo.


Se acerca el final del viaje, pero antes hay que detenerse en el paraje de Rodalquilar para visitar sus antiguas minas de oro –hoy restauradas y abiertas al público– y la Casa de los Volcanes, otro de los puntos de información del parque, donde se narra la historia geológica del lugar. Luego, en la hermosa aldea de Las Negras, se puede volver a sucumbir a otras especialidades culinarias de la zona, como son los arroces marineros. Y ya por último, en Agua Amarga, reposar del viaje en alguna de las casas rurales, entre huertas, playas de farallones y calas aisladas, algunas solo accesibles por mar o con paseos solitarios que llenan los sentidos.

La redacción del blog. Extraído de la revista National Geographic.